Silencio de neón
Lina María Pérez
La excesiva sonrisa del
hombre Marlboro lo embistió. No había manera de evadirla. La valla publicitaria
ocupaba su espacio visible. Y lo invadió la mirada arrogante y segura del
fumador. La sentía dirigida sólo a él en ese juego íntimo y morboso con las fotografías
callejeras con las que acostumbraba distraerse; reconocía el truco visual a
medida que se movía lentamente en el denso tráfico. Cómo le molestaba ese
invulnerable aplomo del hombre retratado. Y esas praderas de ensueño por las
que cabalgaba en su ámbito de mentiras e invitaba a saborear el placer del
mundo Marlboro. La parálisis en la vía sería de unos veinte minutos en completa
quietud. Otras veces estaba mejor dispuesto para enfrentarlo, pero hoy no.
Había calculado cada palabra, cada gesto para que las cosas salieran según lo
planeado.
Apagó el auto y se rindió ante
la ofensiva altanera y forzosa del cartel.
Decidió desafiar al hombre que
desde sus dos dimensiones planas lo seguía observando. Es sólo una fotografía,
se dijo, es nadie, no lo conozco, no tiene nombre, y si lo tiene, no es el de
Fabricio Marroquín. Continúe Usted, señor Marlboro, fume todo lo que quiera,
no, gracias, yo no fumo; y mire Usted, esta caótica ciudad, nada tiene en común
con sus praderas mentirosas y su cielo azul. Y esa sonrisa de bobo no logra
conmoverme, y su ceño arrogante a lo far west no me afecta. A ver, porque,
quién es Usted para meterse en mi mundo que sí es real? En su paisaje ilusorio
no existen reglas distintas a las de su perspectiva plana en la que el sol brilla
24 horas, y en ella, su espíritu también plano, no tiene alternativa diferente
a la de continuar sin alteración la misión de persuadir el lento suicidio vía
Marlboro.
-No me prestas atención,
Fabricio. -rezongó Adelaida.- Te hablaba sobre la agenda apretada que me espera
en San Pedro.
Fabricio había estado
escuchándola aburrido hasta que una tregua de la monótona verborrea le permitió
olvidarla del todo para distraerse con la valla publicitaria. El impacto de la
voz de su esposa interrumpió su diálogo con el fantoche del cigarrillo y
retornó a su propio paisaje desolado.
Enfrentó a la mujer; con ella
había compartido apaciblemente los últimos once años. Tenía planeado emplear el
trayecto entre su casa y el aeropuerto para confesarle su amor por Meliana. Se
había llenado de coraje pero la arrogancia del hombre Marlboro frustró su
cometido y se le trastabillaron las palabras. Le pidió un divorcio civilizado.
La primera respuesta de
Adelaida fue un silencio radical que lo dejó desarmado frente al otro silencio,
el del fumador altivo de neón. Las facciones de su mujer parecían de cera pero
su temple no se desmoronó.
Después de unos minutos sin
fin, repitió en un eco tardío: -Un divorcio civilizado...
-Adelaida, esto no es fácil
para mí... Las cosas se dieron a pesar de... -La pradera y el cielo azul del
anuncio que escondía la congestión urbana no aliviaron su desasosiego. El
temple de su esposa lo desarmó.
Hubiera preferido calmar su
llanto a claudicar ante su gesto arrogante con el que pretendía salvaguardar
esa cosa inasible llamada dignidad. También habría soportado una diatriba sobre
la infidelidad, el engaño, la desolación. Pero Adelaida no es esa clase de
mujeres que se conduelen con facilidad. Él lo sabía sin ambages.
-Esas cosas suceden.- El tono
era evidentemente cínico pero mesurado.
-No hay lugar para rencores ni
recriminaciones.- A Fabricio le incomodó esa compostura. La alusión a los
acuerdos legales no pareció alterarla. Y hasta agradeció que se lo contara, que
su prima Meliana era así, algo desvergonzada, como la mayoría de los jóvenes;
le aseguró no ser de las que se dejan acorralar por los celos. -Al fin y al
cabo los matrimonios cumplen sus ciclos.- Se impuso de nuevo el silencio.
Fabricio pensó que no tenía razón para asombrarse. Adelaida era así. De una
pieza, sin sentimentalismos.
Se sintió indefenso ante la reacción
de su mujer pero ya había pasado lo peor, pronto estaría liberado de sus
aprehensiones, y con Adelaida en San Pedro, la disolución de su vínculo tomaría
un curso legal rutinario.
Reanudó la marcha del auto
dejando atrás al presumido del cigarrillo con sus volutas estáticas.
De regreso a su casa desde el
aeropuerto quedó atrapado en el intenso tráfico de las seis de la tarde. No
experimentó contrariedad sino alivio.
Podía reflexionar,
desembarazarse de la desazón. Y entonces la vio más insinuante que otros días.
Iluminada de neón, semidesnuda y voluptuosa, la mujer del aviso enorme de Johny
Walker le ofreció un vaso de whisky. Y no sólo quiso aceptarlo, sino meterse en
ese espacio creado para ella, acariciarla, besarla, llamarla con un nombre que
no fuera el de Adelaida ni el de Meliana. Confesarle su deseo de quedarse para
siempre con ella en esa realidad de dos dimensiones en la que podría, una y
otra vez, recibirle el vaso de cristal; tal vez embriagarse con ella, amarla
sin reservas y apropiarse de esa sonrisa de estudio de fotografía. A ella no
tendría que mentirle, ni esconderse, ni hacer promesas que estuvieran más allá
de sus prejuicios, de sus miedos. Le hablaría sobre la encrucijada que hasta
ese momento lo condenó a poner a prueba su temple con el atropello de
incertidumbres y certezas, deleites y temores. Aunque pareciera una boba de
pasarela, ella sí comprendería que había sido educado para un compromiso
matrimonial vitalicio. Desde la aparición de Meliana, todas sus convicciones,
la comodidad de una existencia de afectos mullidos se había venido abajo. La
bocina del automóvil detrás del suyo lo sacó de su trance y emprendió la marcha
bajo la mirada cómplice de la mujer con su vaso extendido a la nada.
Había transcurrido más de una
hora desde que dejó a su esposa en el aeropuerto y la oscuridad traía un aire
de renovadas redenciones. Dedicó un instante para pensar en Adelaida antes de
tomar la decisión de olvidarla del todo; lo irritó el recuerdo de su compostura
imperturbable con la que esperó la llamada a abordar el avión. Admiraba de ella
su inteligencia, su agudeza y una mesura inalterable para solucionarlo todo. No
tenía quejas de su mujer. En once años de apacible matrimonio nunca había
pensado en terminar su unión. Adelaida era, además, una reconocida etnóloga de
lo cual él se había sentido orgulloso.
-No olvides cerrar la
calefacción y cuidar las plantas.- Le dijo ella con tono acostumbrado. -Ah!
dejé algunos alimentos preparados y una torta de vainilla en el horno, en estos
momento resulta discordante, pero es esa de vainilla que tanto te gusta.- Y le
reiteró antes de subir al avión su deseo de terminar su matrimonio sin
adversidades. La actitud de su esposa, si bien parecía razonable, despertó en
él un sinsabor que no se disipó con la erótica fantasía de la mujer del whisky.
Y ese mismo sinsabor lo seguía perturbando cuando entró a su casa y contempló a
Meliana. Había puesto velas de aroma en la sala, copas de vino y música suave.
Conocía el repertorio de ternuras y audacias amorosas en las que siempre caía
prisionero, dulcemente prisionero.
-Por fin nos deshicimos de
ella.- Lo abrazó morbosamente después de depositar los dos platos de torta.
Ella tomó el suyo y comenzó lentamente a saborearlo. Haremos el amor como
salvajes, pero antes, brindaremos por nosotros y por una larga estadía de Adelaida
en San Pedro.- Con el plato ya casi vacío, procedió a liar un pase de polvo
blanco que él rechazó.
Fabricio dejó sin probar su
pastel. No estaba para vainillas ni éxtasis artificiales, ni las euforias
desbocadas de Meliana. Sentía una urgente necesidad de sosiego, de poner en
orden sus impresiones. Le turbaba la forma impasible con la que Adelaida
escondió cualquier asomo de aflicción. Eludió esa sospecha punzante de los
últimos meses, con la cual estaba convencido de que su esposa supo del engaño y
a su vez fingió ignorarlo. Adelaida se había marchado, disfrutaba de la
compañía de Meliana y ya no había motivo para afligirse.
Meliana se sumía lentamente en
su mundo narcotizado. Insinuó una sonrisa y cerró los ojos un tanto vidriosos.
Se entregó a una placidez indefinible y con movimientos lerdos acomodó su
amodorrado cuerpo en posición fetal.
Fabricio la observó arrobado y
le pareció conveniente aplazar el sexo.
Desde su primer encuentro,
cinco meses atrás, tuvo que soportar, a su pesar, sus rutinas cuando consumía
cocaína. De un lánguido tono de voz salían frases deshilvanadas... la prima
sosa ya no estorbará..., San Pedro es una ciudad para exilados... Mientras
Meliana se sumía en el letargo causado por el soporífero, Fabricio recordó
aquel martes de abril, cuando ella se metió sin remedio en su vida.
-No la quiero aquí por muy
prima tuya.- Alcanzó a decirle a su mujer con la esperanza de escapar de los
estragos causados por el primer impacto de su apariencia desparpajada.- No
parece una mujer desvalida como para no quedarse en un hotel.
-Es sólo por unos días. Cuando
termine el documental regresará a Camino del Mar. Se harán buenos amigos y un
pequeño cambio en nuestras vidas nos hará bien.- Insistió Adelaida.
Esa noche, de aquél martes, de
aquel abril, a la hora de la comida, Fabricio ya estaba profundamente cautivado
por ella; se sintió dominado por un flechazo certero y letal como si en su
aliento, en sus gestos, viniera enredada una maldición. La intensidad de la
fascinación por Meliana convirtió a su esposa en un ser invisible, un fantasma
menor. Su desenvoltura fresca y jovial era una briosa cascada de voz y piel y
olor y palabras y señales voluptuosas que conmocionaron su mundo estrecho y
monógamo.
-El documental está casi
terminado.- Meliana le hablaba a Fabricio clavándole los ojos. -Sólo falta
reunir material con entrevistas de consumidores callejeros de droga.
Pretendemos sumarlo a las campañas para derrotar el flagelo de los narcóticos;
me refiero, para aquellos que constituye un flagelo.- Sus palabras quemantes lo
devoraban al igual que su mirada descarada y que un Fabricio indefenso
correspondía en medio del eco de las historias de Adelaida sobre rituales y
leyendas de comunidades primitivas. Ya para ese momento, sus ideas sobre la
fidelidad se vinieron abajo.
Adelaida era una mujer a la
que no se podía engañar. Su entereza de carácter le daba una férrea fortaleza.
Alardeaba que los matrimonios son acuerdos de conveniencias en los que sus
socios deben desempeñarse sin ahogos ni concesiones sentimentales. Pero detrás
de esa Adelaida, Fabricio percibía a una mujer vulnerable y profundamente
dependiente del afecto y del vínculo sexual que la colmaban de satisfacciones.
Sin embargo era una mujer de concepciones liberadas y su contacto con culturas
alejadas de ortodoxias y convenciones había desarrollado en ella un sentido
práctico y un tanto primario para resolver sus asuntos de acuerdo con sus
impulsos.
Al día siguiente de su
llegada, Meliana lo abordó sin reservas y lo acorraló con su sexo desaforado y
un pase de coca. Para su sorpresa, él la retribuyó sin recurrir al atajo de
ningún escrúpulo. Aceptó el polvo blanco y se dejó llevar por un apacible
sopor.
-Te creí abanderada de la
lucha contra las drogas. He sido muy cauteloso. Hace algunos años experimenté
la coca pero no me atrapó.- Era su voz insegura. Se sentía extraño, trenzado a
las piernas de una mujer que no era Adelaida, sobre el piso de alfombra de su
propia sala y metido en una piel que no parecía la de él. Lo asustaba el
sortilegio que emanaba del vigor de Meliana y de los efectos de la droga; poco
a poco, de la mano de la joven, se dejó llevar por la placidez ficticia y cayó
en un embotamiento con el que mandó al demonio la voluntad y los prejuicios.
-Abanderada de nada que no me
produzca gozo. Y de aquí en adelante de tus cautelas, de esas con las que te
pones la máscara de marido modelo de la prima Adelaida.- Sus palabras
desparpajadas evidenciaron a Fabricio una osadía que hirió de muerte su
razonable estabilidad matrimonial.
Y entonces comenzó el caos. Lo
que inicialmente pareció una aventura pasajera se fue convirtiendo en un
sentimiento delicioso y a la vez tormentoso, desmesurado, dentro del cual, y
durante lentos cinco meses, Fabricio se dejó conducir en un remolino de locura.
Su existencia, hasta ahora ordenada por la comodidad de sus costumbres se vino
abajo. Regresaba a la casa a los pocos minutos de salir para encontrarse con
Meliana, o acudía a citas a las horas menos posibles y en lugares a los que
nunca hubiera imaginado ir. Su trabajo en el despacho de abogados marchaba a la
deriva.
Fabricio Marroquín ejercía de
penalista con un prestigio reconocido. Se preciaba de tener un instinto certero
que le permitía analizar las motivaciones de sus defendidos para cometer los
crímenes más execrables. Y creía tener todas las respuestas sobre la conducta
humana. Por eso no comprendía las razones de la pérdida de su serenidad. Los
apremios para corresponder la voracidad de Meliana y las acrobacias falaces con
las que soportaba la indescifrable inocencia de Adelaida le generaban una
incertidumbre cada vez más difícil de dominar. Estaba acorralado entre las dos
mujeres.
Meliana lo conminaba a dejar a
su esposa. Lo atemorizaban sus fluctuantes estados de ánimo. Los efectos de la
droga la convertían en presa de los más terroríficos sentimientos. Meliana
tenía la convicción de que su prima no era tonta como para no percatarse del
engaño. Con perversidad se vanagloriaba de ello. Subestimaba las actitudes de
Adelaida. Su marido se desvanecía en el mismo aire que ella respiraba y no
reaccionaba. Fabricio compartía esa inquietud pero no la alimentaba. Quería
creer que nunca serían descubiertos. En Meliana, la obstinación de sus impulsos
podía tomar cauces difíciles de prever. Fabricio la tranquilizaba con la
promesa de que al regreso de Adelaida de su viaje a San Pedro, él enfrentaría
los asuntos legales y regularizarían su relación. Ella lo escuchaba escéptica
mientras inhalaba con propiedad y sin reservas el polvo blanco.
-No nos esconderemos más y no tendrás
que recurrir a eso... se oyen cosas a cerca de la dependencia, sobredosis, y
los problemas para obtenerla...
-Ni lo uno ni lo otro. Eso es
para los pobres diablos. Mi trabajo me brinda los contactos en el momento y la
cantidad necesarios...
Todo en ella era desmesurado,
imprevisible, atrevido. Su modo de existir, de ser mujer, de abordarlo, de
sacarlo de su estrecha vida reglamentada por el color de sus corbatas, las
noticias de ocho a nueve, su tarjeta de crédito y la apacible compañía de
Adelaida. Meliana volvió su mundo al revés. Renovado como hombre había
reencontrado matices insospechados del amor. Su proceder contrastaba con la
extremada cautela con la que actuaba frente a Adelaida. Debía ser a sus ojos,
el marido corriente sin dejar notar la perturbación de la presencia de Meliana.
La estadía de la joven se
prolongaba por retardos en el documental, fáciles de justificar. Pero la
convivencia con las dos mujeres se convirtió para Fabricio en un pequeño
infierno, una prolongación del que llevaba por dentro. Acaso simulaba Adelaida
no haber descubierto el engaño? Preparaba una venganza? Quizás Meliana, en
medio de su pertinaz obsesión lo utilizaba como un capricho pasajero y al cabo
del tiempo terminaría abandonándolo? Las dudas que lo atormentaban cedían al
ver la capacidad de Meliana de simular ante Adelaida y la manera como las dos
mujeres se entregaban a una estrecha camaradería hasta ignorarlo a él por
completo. En los momentos de pasión, Fabricio y Meliana se amaban sin reservas
en un diálogo impetuoso de cuerpos. Así confirmaba la evidencia de su mutuo
sentimiento posesivo que en medio de sus dudas le resultaba genuino.
Fabricio estaba en medio de
dos mujeres decididas de las que se podía esperar cualquier cosa. Optó por la
salida de Meliana de la casa. Adelaida lo aceptó sin insistir e hizo prometer a
su prima que vendría a visitarlos a menudo. Al contrario de lo que supuso,
Meliana arreció su terca idea de retirar a Adelaida de en medio. Fabricio, a
los ojos de ella, mostraba una actitud apocada y lo creía incapaz de romper con
su mujer.
Volvió a la realidad cuando se
felicitó porque había mandado al diablo once años de matrimonio. Observó a
Meliana pálida y completamente desgonzada en su sueño narcotizado. La vio dócil
e indefensa en una imagen contraria al vigor de su ánimo siempre impulsivo. La
arropó con una manta y salió a tomar el aire nocturno satisfecho con el rumbo
sosegado que vislumbraba para su vida. Adelaida, sin haberlo recriminado estaba
en San Pedro y la mujer que amaba, en la sala de su casa. Un aperitivo lo
entonaría y daría tiempo a que Meliana se recuperara del trance.
Pidió una copa de Brandy en El
Cerrejón, el café acogedor que había dejado de frecuentar. Calculó su regreso
para cuando Meliana despertara.
Imaginó su reacción
desparpajada y feliz al contarle que el rompimiento con Adelaida había
resultado más fácil de lo que pensaron. Se proponía una lucha sutil contra la
dependencia de Meliana hacia la droga. Mañana mismo podría inscribirla en una
clínica de toxicología.
La estabilidad y el sosiego que preveía para sus
relaciones le darían las razones a ella para aceptar someterse al tratamiento.
Se habían acentuado sus temores sobre la conducta de la joven. Lo asustaban sus
cambios de ánimo, sus ideas fijas y sobretodo, la euforia con la que desplegaba
sus sentimientos; si bien lo hechizaba, no dejaba de suscitarle una prevención
aún indefinible.
Con el alivio quemante del
brandy pensó en la noche anterior cuando tuvo a las dos mujeres a disposición
de sus impresiones. Las midió con intensidad dejando de lado el embrollo que
embotaba la razón. Se vio a sí mismo como un necio carente de fundamentos para
sus dudas y temores. Su esposa cocinó con usual esmero. Para Adelaida el arte
culinario debía desempeñarse como un ritual. Muchas veces él se deleitó con sus
argumentos sobre la relación entre los actos humanos y el significado de los
alimentos, y cómo, a través de ellos existe una especie de catarsis, o de
purificación según el caso. La fluidez con la que su mujer se ocupó en la preparación
de la cena, espantó sus dudas y le dio la confianza para proponerle el divorcio
camino del aeropuerto al día siguiente.
La conducta de Meliana también
lo tranquilizó. La joven alardeó de un talante gozoso, festivo; parecía genuino
y no estimulado por los narcóticos.
Para Fabricio fue una señal
inequívoca de que las cosas se encaminaban a su favor. El viaje de Adelaida
significaba para Meliana la posesión absoluta de Fabricio, y esto exaltaba el
ánimo de Meliana. Estaba resplandeciente. Muy solícita se obstinó en ayudar a
empacar el equipaje de Adelaida; iba y venía muy jovial, entre el alcánzame la
vainilla y no olvides poner la bufanda para el frío de San Pedro de Adelaida.
Con la cálida sensación
relajante del brandy recordó una cena sin tropiezos. Meliana incitó a su prima
a desplegar su sabiduría sobre culturas primitivas, y ésta, con un sobrado tono
académico, habló de ritos y costumbres. Mientras Fabricio y Meliana
intercambiaban miradas, Adelaida enfatizaba sobre hábitos de algunos aborígenes
del Pacífico que resuelven sus dificultades con una justicia personal para
vengar el honor perdido o los ultrajes a la dignidad.
-Es una especie de maleficio
con el cual el ofendido ejerce el derecho de imponer un castigo al culpable del
agravio y sin ningún límite para procurar el mayor mal... Es una forma de
legitimar la perversidad...
- Entonces brindemos por el
maleficio y por el aire saludable de San Pedro! - Le interrumpió Meliana con
una desvergonzada carcajada, a la cual se sumaron Fabricio y Adelaida. Estaban
pasados de copas. Fabricio las observó aliviado. Al día siguiente, a la misma
hora, habría resuelto sus perturbaciones e iniciaría una nueva vida con
Meliana.
Camino a casa se dejó llevar
por una grata sensación de serenidad que lo llenó de voluptuosidad y lo dispuso
para el deleite del amor de Meliana.
Fabricio apuró el paso en un
estado de evidente excitación. Se detuvo un instante ante el lejano resplandor
del hombre Marlboro y de la mujer del Johny Walker, sus asiduos interlocutores
nocturnos. Le pareció como si cada uno lo señalara con su silencio de neón. Era
mejor ignorarlos. Tenía la convicción de ser un triunfador y no se iba a dejar
intimidar. Les dio la espalda, apuró sus pasos y empuñó las llaves de la
puerta.
----------- La autopsia de
Meliana certificó muerte por sobredosis. Fabricio confundido y con un
escalofrío que se extendió por todo su cuerpo observó la sala vacía. Los
rastros de las velas a medio consumir lo conmovieron. Unas horas atrás, todavía
entonado por el brandy del El Cerrejón vio cómo se llevaron de allí el cadáver
de Meliana. En el mismo lugar reposaba la manta solitaria con la que cubrió,
sin sospechar, el cuerpo moribundo. La luz del día lo enfrentó a un desasosiego
insoportable. Dejó sonar el teléfono hasta que decidió contestar.
-Habla el comisario Gamboa de
la ciudad de San Pedro.- La voz es fría e imperiosa.- Su esposa, Adelaida de
Marroquín está detenida por un delito, un grave delito, contra el estatuto de
estupefacientes... Me escucha, Señor Marroquín? -Le escucho.- Responde con
dificultad un Fabricio aterrorizado. Llevaba horas sin pensar en la ausencia de
su mujer.
-Cinco kilos de cocaína pura
entre su equipaje...- El énfasis morboso no da lugar a dudas.- Según las
normas, ella tiene derecho a hablar sin testigos. Son tres minutos
reglamentarios.
-Fabricio...- La voz de
Adelaida suena apagada pero resuelta. -Lo supe desde un principio. Era difícil
no notarlo. Se salieron con la suya. Una artimaña perversa pero impecable...
los felicito. Meliana se dio su maña para empacar mi equipaje... De acuerdo con
el abogado, son alrededor de diez años...
-Meliana ya no está.- Dice
Fabricio más para sí mismo con el dolor de pronunciar su nombre.- Durante la
noche murió de sobredosis....
- Sobredosis? Adelaida,
descompone las palabras en sílabas claras y rotundas que lo aterrorizan.- De
vainilla y curare, Fabricio. Un veneno sabio. No deja huellas. Se mimetiza, con
la coca, con la vainilla, con el vino...., con la sangre...- Su voz triunfante
y depravada añade: -El maleficio, recuerdas?... es el castigo... hay daños que
no tienen perdón...
Fabricio se cobija con la
manta. El pánico comienza a tener un amargo sabor a brandy trasnochado.
Lina María Pérez Gaviria nació
en Bogotá en el 49 y es Licenciada en Filosofía y Letras. Ganó Segundo Premio
en el Concurso de Cuento del Distrito de Bogotá y la Corporación de Teatro, en
1994 y el Segundo Premio del IV Concurso de Cuento de la Universidad Cooperativa
de Colombia, 1995. Finalista del XII Concurso de Cuento Ciudad de
Barrancabermeja, 1997-------Lina María Pérez. Cuarta vez que Colombia gana en
el Rulfo.